Historias, anectodas, frases, curiosidades y otras yerbas

28 de mayo de 2010

Carolina y Lujan


La mañana de otro weekend me despertaba. No de cualquier forma, claro, sino con el llamado de un amigo haciéndome saber que me prepare ya que haríamos una visita al campo. Previo desayuno, fui en busca de lo que sería mi almuerzo en este viaje. Horas más tarde apareció el 12 integrado por Juan, Boli y Luis al volante. Está vez el destino era una zona montañosa con ríos llenos de truchas, minas de oro abandonadas, roca para escalar por doquier pero por sobre todo, tierra de Juan Crisóstomo Lafinur, filósofo, músico, poeta, pensador de avanzada para la época… un gran patriota, hijo de La Carolina.

Luego de 98 km de curvas cerradas, abismos pronunciados y un paisaje claramente volcánico, llegamos a la localidad del oro. El estomago comenzaba a sonar así que aprovechamos unas mesas que vimos en la costanera para ingresar en nuestro cuerpo el alimento que habíamos preparado.

No paso más de media hora que ya casi todos habíamos terminado cuando detrás de lo que parecía unos baños salió una figura que nos sorprendió. Pertenecía claramente al sexo masculino, de unos 1.60 m de altura y caminaba en dirección a nosotros. A medida que el susodicho se nos aproximaba, pudimos discernir que era oriundo de la zona. Vestido de pantalón de jean viejo, zapatos muy gastados y una campera tipo rompevientos de la década del 80 tomó posición frente a nosotros diciendo:

-Buen día.

-¿Qué tal? Respondimos al unísono

-No sé si ya les cobraron…

-¿Y cobrarnos porque?

-Nooo...- Dijo en tono de desentendido. –Estamos cobrando un bono por el uso de las mesas.

Nos miramos con cara de sorpresa ya que nos resulto sumamente extraña la propuesta del señor. Analizando la situación, éramos los únicos en todo el "complejo" y no era uno de esos días donde un típico lugar turístico está sobrecargado de gente donde sería, capaz, comprensible una acción como tal. También resultaba sospechosa la actitud del individuo dándonos a pensar que sólo se trataba de una avivada para sacarnos unos pesos para la caja de vino. Claro está que si ese hubiera sido sincero con sus motivos desde un principio, gustosos le hubiéramos regalado 2 cajas de vino y no solo eso, hasta lo habríamos acompañado en el sentimiento, porque no hay nada mas irresistible (más tratándose de nosotros) que un hombre de campo en curda (vivencias pasadas lo confirman).

-Igual ya nos estamos yendo. Respondió Luis



A lo que el señor no pudo hacer nada, ya que en un segundo habíamos guardado todo y estábamos arriba del auto para continuar con nuestro destino. Pocos kilómetros después de dejar el pueblo, se abría hacia la izquierda un camino de tierra con un cartel del año de María Castaña que recitaba: "San Francisco 35 km". Inmediatamente nos apoderamos de él… del camino, claro.

En ese momento solo podíamos asegurar que el camino no iba a ser tan sencillo, pero estábamos entusiasmados ya que nunca lo habíamos recorrido. Típico paisaje del norte sanluiseño nos deslumbraba con sus sierras un poco achatadas, pero que en casi toda su superficie eran de piedra. El río y el agua habían hecho lo propio ya que la al mirar para abajo se veía como se empinaban las laderas dejando escarpados caminos rocosos. Después de subir una encaramada curva donde el 12 tuvo que quejarse un poco para conquistarla, el paisaje se tornó mucho más llano, dejándonos apabullados con la extensión del terreno. Atrás quedaba la sobresaliente la silueta del tomolasta.






Un par de kilómetros después, vimos imposibilitado continuar nuestro camino. La situación era algo tensa, un grupo de rebeldes estaban cortando el camino. Se ve que era una protesta por la mala calidad de las tierras, sin embargo no tenían bombos, redoblantes ni bombas de estruendo. Eran alrededor de 15 o 20 distribuidos a lo ancho del camino y no llevaban ninguna insignia política. La verdad que en el campo es todo mucho más pacifico, pero dudaba que con esa actitud lograsen algo. Con mis compañeros no sabíamos que hacer, ya que los manifestantes nos miraban con actitud amenazante pero sin pronunciar palabra. Fue una situación realmente extraña, hasta que la cosa empezó a fluir un poco. Luis encaró con la trompa del auto tratando de abrirse paso. Yo no estaba del todo de acuerdo con la idea, ya que la naturaleza brava de los mismos podía hacerlos reaccionar violentamente. De todas formas no había otra salida, hacer marcha atrás no era una opción. Fueron unos segundo de tensión hasta que comenzaron a abrirnos el paso sin dejar de mirarnos, como si fuésemos seres de otro planeta. Poco a poco fueron cediendo hasta que tuvimos el camino casi liberado. Teniendo la posibilidad de escapar rápidamente del tumulto, Luis decidió frenar y en tono increpador bajó la ventana y mirando fijamente a uno de ellos le dijo:

-Correte vaca culiada!

Los animales ni se inmutaron, pero pudimos continuar el camino.






 

18 de mayo de 2010

Pollo al caucho (Parte II)

Nuestro siguiente destino en busca del trofeo animal  fue el pueblo de La Florida. Es un pueblo  de no muchos habitantes que está ubicado debajo del murallón del dique que lleva el mismo nombre. Estimando que era sabado a la siesta y la gente de campo suele dormir en esos días, nos animamos a hacer una expedición por las calles de tierra de ese lugar. Avistábamos gallinas por doquier, pero siempre en zonas muy “céntricas” o demasiado populares, cosa que lo único que lograba hacer era avivar nuestra sed de sangre. Finalmente decidimos recorrer un camino que iba por la costanera de un arroyo el cual parecía perderse levemente del caserío. Fue grande nuestra emoción al ver que en las costas del arroyo se veían no solo gallinas, sino también varios patos. Operando un poco mas precavidamente, siguiendo las sabias palabras de quien fue, en ocasiones, nuestro compañero de viajes como también nuestro salvador en otras, dijimos: “tipo precavido, elabora un plan de caza”. Frenamos el auto varios metros antes, Juan se alejó por el camino tratando de encerrar a los animales desde el lado contrario por el cual iba a atacar yo acompañado por el “nono” Vila. Comenzamos a cerrarnos poco a poco hacia los de pico duro, no queríamos apurarnos, teníamos muchas presas y debíamos esperar que se separe una del montón para hacerla nuestra. Ya nos habían avistado hace unos momentos cuando la primer gallina se dio a la fuga seguida del resto de sus compañeras y los patos que aprovechando la escaramuza corrieron hacia el lado de Juan, el cual no logró atinarle a ninguno de los tantos animales que lo cruzaban asustados y terminamos como en la anterior hazaña corriendo tras una manada de animales, con el agravante que esta vez casi terminamos en el agua.















Habiendo comprobado que el instinto cazador del hombre adquirido tras miles de años de evolución se vio olvidado en alguna de las etapas del proceso evolutivo, sin llegarnos aquellas experiencias en que un grupo de humanos podía contra un mamut, y a nosotros se nos cagaba de risa cualquier gallina (que con el correr de la tarde fueron ganándose nuestro respeto respecto a su simpática forma de caminar con la cual nos burlaban tan hábilmente), decidimos emprender el regreso. En un ambiente de decepción, y antes de tomar la autopista que nos conduciría en unos minutos a nuestros hogares, hicimos una visita por el pueblo viejo de La Florida, del cual hay muchas historias de fantasmas, espíritus, brujas y salamancas como es común en todo pueblo antiguo o semiabandonado. El lugar es básicamente un par de casas distribuidas a lo largo de una recta de aproximadamente dos cuadras de largo, que en su comienzo se ubica una iglesia abandonada. Luego de recorrer la recta principal y advertir que había más de una familia viviendo en las rusticas casas, el camino nos obligó a doblar a la derecha para continuar circulando en nuestro vehículo. Pero fue en ese momento que nuestro sueño de sábado se reavivó como quien sopla unas brasas para prender el fuego. A diez metros de distancia y en línea recta se ubicaban dos gallinas comiendo maíz del suelo, y una de ellas lo hacía en el medio del camino. Las posibilidades no podían haber sido mejores. Sin decir nada Luis pisó el acelerador y encaró hacia la gallina que esperaba sin advertir nuestra presencia. Nos acercábamos cada vez más y no se movía, faltando unos metros y ya a toda velocidad, el animal levantó su cuello mirándonos e intento salir corriendo. Pero ya era muy tarde, el conductor con una exquisita maniobra logró darle un golpe con la rueda delantera izquierda que la dejó dando mortales en el camino. Giramos en U, se bajó Maxi con una bolsa y la cargamos en el auto. Suponíamos que no nos había visto nadie, así que retomamos la recta principal del pueblo y recorriéndola con toda tranquilidad hacia la salida escuchamos un grito con acento de paisano: “¡Devolvé la gallina che!”. Parecía ser su dueño quien la reclamaba, pero nadie iba a quitarnos nuestro banquete de esa noche.

Con nuestro objetivo cumplido, deberíamos pasar a la segunda etapa, transformar ese cadáver en un alimento. Antes de realizar esa tarea, pasamos de visita a los abuelos de Luis, que al contarles la hazaña, se ofrecieron para ayudarnos a limpiar la gallina. Viniendo de gente que  vivió en el campo donde limpiar los animales para comerlos era muy común, la ayuda fue excelente y la experiencia muy fructuosa.

Ya cayendo el sol, estábamos preparados para el banquete. Definimos lugar, hora, bebida y todo lo necesario para regocijarnos con nuestro premio. Llegado el momento, Juan, el cocinero del grupo (quien se ganó el lugar por sus grandes dotes en esa labor), puso el pollo a la parrilla junto a unos chorizos para acompañar. La noche transcurría con normalidad esperando con ansias el alimento y queriendo comprobar esa frase de que lo robado sabe más rico. Al fin llego, todos en la mesa, con sus platos servidos, un brindis de por medio y al ataque mis valientes. Los cubiertos despedazaban la carne y los primeros bocados fueron saboreados. Las caras no eran precisamente las del mejor gusto, y empezaron a correrse comentarios de que la carne estaba chiclosa y dura. Bocados más tarde, ya nadie pudo seguir comiendo el desgraciado pollo y terminamos conformándonos con los chorizos.
Días después, en una charla sobre lo ocurrido con la abuela de Luis, luego de contarle sobre el mal sabor de la presa, paso a respondernos con mucha gracia:

-Pero claro! Debe haber sido ponedora y las ponedoras no se comen.

Fue desde ese día, que todos sabemos que las gallinas que ponen huevos, no sirven para la parrilla.