Historias, anectodas, frases, curiosidades y otras yerbas

13 de mayo de 2010

Pollo al caucho


Corría un sábado a la tarde. La noche anterior habíamos salido y me había despertado mi vieja para comer. Después de almorzar, estaba en el patio haciendo la fotosíntesis con ese sol de la siesta que te calienta la panza para hacer bien la digestión, cuando aparece un Renault 12 break que dobla como para entrar a mi casa y frena a centímetros de chocar la tranquera de entrada al mejor estilo mafioso que van a liquidar un moroso. Segundos después un clásico bocinazo suena como llamando a alguien, dado que era el único en el patio me acerque y corrobore que era el mismísimo Luis en su fantástico 12, en el cual vivíamos nuestras aventuras adolescentes. En vista de mi aburrimiento y sabiendo lo que ese arribo significaba, apenas alcancé a acercarme a la puerta de entrada y al grito de “me voy al campo con Luis” corrí hacia la calle donde estaba el susodicho esperando junto al “nono” Maxi (que ya por esas épocas tenia bien acentuado lo de nono) como copiloto y Juansito en el asiento trasero.

Minutos, kilómetros y charlas de las del tipo: “que pedo el de anoche” o “que paso con la minas que estabas charlando” después, decidimos ponerle un rumbo fijo a esa tarde de sábado que nos recibía arriba de un auto. Sin embargo unas nubes grises acechaban con arruinarnos la salida. Luis, dueño enamorado de su auto, al cual había sacado hace pocas semanas del taller del chapista después de hacerle pintura nueva, lo que menos quería era que un poco de granizo arruinase el lookeado de su máquina. Fue por eso que pregunto en voz alta “che, ¿esas nubes no serán piedra?”, hipótesis que fue completamente refutada por Maxi y yo después de mirar hacia el cielo como ávidos conocedores del clima. No pasaron cinco minutos de la pregunta que empezó a caer piedra en seco, se largó un terrible aguacero como si fuera el diluvio universal. Luis desesperado sufriendo con cada golpe que se sentía sobre el techo, no dudo en tirarse a la banquina como venía. Cabe aclarar que aproximadamente estábamos viajando a 100 km/h y considerando la tierra ya convertida en barro por la lluvia y la inercia que tenía el auto fue de pura casualidad (o la eximia muñeca del conductor) que no terminamos cabeza abajo con heridas de gravedad, sino, debajo de una arboleda cubriendo el 12 de los proyectiles congelados. No conforme con la cubierta de forestación, Luis nos obligó a sacarnos las remeras y ponerlas en el techo. Cinco minutos más tarde, la lluvia cesó y comprobamos que los daños al auto habían sido nulos. Sin embargo estábamos todos cangándonos de frio gracias a tener toda la ropa mojada.
Continuando con nuestro camino, fue el mismo conductor el que nos incito con la frase:

-Che, tengo ganas de robarme algún bicho
(Y con “bicho” se refería a animal) a lo que Juansito completó:

-Vamos a robar una gallina.

Ya que nadie ofreció oposición (y si la hubiese ofrecido dudo que lo hubieran escuchado) y que la idea de robar algún animal se estaba instaurando hace tiempo en el grupo gracias a sucesivos viajes anteriores por el campo donde era clásico, después de que se nos cruzara alguna perdiz, liebre o animal silvestre de la zona, escuchar a Juan decir “que rico una perdiz, liebre o animal silvestre de la zona al horno, escabeche o plato de comida con el que se la acompañase”. También son culpables algunos de los personajes con los que sabíamos toparnos en nuestras andanzas. Como aquel cuidador de una casa que pretendíamos alquilar, que hablando de cómo se divertía él en su juventud, pasó a confesar que lo hacía saliendo a robar gallinas con sus amigos.

Apareció el primer camino de tierra a la derecha de la autopista y el 12 viró como rata. Recorríamos el camino en un silencio acechador, con los ojos abiertos como lechuza (las metáforas con animales están a la orden del día) visualizando cualquier tipo de bípedo que pudiéramos hacer victima de nuestra sed de sangre. El asfalto ya había quedado kilómetros atrás y no había ni señales de algún animal acechable (habíamos cruzado vacas pero no éramos tan cuatreros), hasta que por fin divisamos unas crestas rojas a lo lejos. Era definitivo, habíamos encontrado gallinas.

Luis frenó el auto unos metros antes, Juan y Maxi fueron los primeros en bajarse, tomaron unas piedras del suelo, fijaron un animal separado de la gallinería y a la cuenta de tres lanzaron sus proyectiles. Yo creo que el pobre bicho tuvo suerte de que le apuntaran, porque la piedra más cercana le pasó a 1 metro. Sin embargo no nos rendimos fácilmente, y fue al instante de que el animal comience a darse a la fuga, que Juan salió a perseguirlo, Maxi rescató una patente del asiento trasero del auto (que resulto ser la patente original del 12) y yo, que todavía estaba sentado observando, me sume a la caza de la gallina. El ave cruzó rápidamente el alambrado en busca de su manada, pero no fue obstáculo para nosotros ya que lo pasamos en un salto. El animal seguía corriendo campo adentro y no parecía agotarse, cosa que no le sucedía a Juan que de a poco iba reduciendo su marcha. A los metros, Maxi comenzó a sentir los mismos síntomas, pero fue en ese momento donde sacó el as bajo la manga y lanzó sin dudarlo y con una velocidad intimidante, la patente del 12. El efecto fue el mismo que el de las piedras, pero con la desventaja de que había que recuperar el proyectil. Y digo desventaja porque a la voz de “che boludo, ahí hay una casa”, alerté a mis compañeros y emprendimos una rauda huída.

Continuamos el camino entre risas y cargadas en busca de una nueva víctima, pero el mismo desembocó en el asfalto nuevamente sin darnos otra oportunidad de sentirnos Alexander Supertramp.





Continuará...

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